¿Por qué Dios nos eligió? La elección de Dios hizo del pueblo de Israel, un
pueblo especial, una nación santa y consagrada a Él. Fueron los únicos
monoteístas entre sus muchos vecinos politeístas. Por esa misma elección, no
debían mezclarse con pueblos que tenían prácticas paganas y cultos extraños.
Al contrario, reciben la indicación precisa de terminar con esas naciones y
sus altares profanos. No podían formar alianza con ellos para no
contaminarse con su idolatría. No era el propósito divino que Israel
permaneciese aislada de los demás pueblos. Necesitaban primero fortalecerse
en sus principios y luego los compartirían con los demás para que también
ellos recibían la edificación del verdadero Dios.
Dios los invitaba permanentemente a reconocerlo como único Dios y a
seguir sus mandamientos. Sin embargo, su pequeñez contrastaba con algunas
de esas naciones. Lo mismo ocurría con su poderío bélico y organización militar. Dice
Deuteronomio 7:7, 8 (NVI):
“El Señor se encariñó contigo y te eligió, aunque no eras el pueblo más
numeroso, sino el más insignificante de todos. Lo hizo porque te ama y quería cumplir su juramento a tus antepasados;
por eso te rescató del poder del faraón, el rey de Egipto, y te sacó de
la esclavitud con gran despliegue de fuerza”.
Dios había prometido a Abraham que su descendencia sería numerosa y poseería un territorio propio que permitiría su crecimiento y expansión y sería una bendición para toda la tierra (Génesis 12:1-3; 15:1-2). Evidentemente, no era “el pueblo más numeroso” porque 200 años después de esa promesa, al llegar a Egipto en tiempos de José, esa descendencia llegaba a 70 varones. Pero cuando salieron de allí, Dios los había transformado en “un pueblo tan numeroso como las estrellas del cielo” (Deuteronomio 10:22) y además, eran libres. Debían ser un “pueblo santo”, en el sentido de apartado y separado especialmente para Dios, y una “posesión exclusiva” es decir, un pueblo especial con una misión clave para la historia (Deuteronomio 7:6). Hay muchos ejemplos bíblicos de los sufrimientos que trajeron personas que no hicieron caso a este criterio divino de pertenencia y se emparentaron con pueblos idólatras: Salomón, Esaú, Sansón y el mismo pueblo en distintos momentos de su historia. Pero el amor de Dios para su elección, no se basaba en sus méritos o grandeza. Fue hecha porque Dios amó al pueblo; no fue en base a sus obras, sino por su sola decisión y elección. Es comparable al amor verdadero de un padre hacia su hijo: existe por la filiación no por sus méritos. El amor de Dios elige libremente a quien quiere y derrama sus bendiciones sobre sus elegidos según su voluntad. El “gran despliegue de fuerza” se refiere al poder usado por Dios para liberarlos de un estado tan importante como lo era Egipto y llevarlos al cumplimiento de su promesa a través de una peregrinación por el desierto e instalarlos en la tierra prometida.
Todavía sigue firme y entero su amor, en su promesa y elección de nosotros como hijos suyos por creación y por redención: “Su divino poder, al darnos el conocimiento de aquel que nos llamó por su propia gloria y excelencia, nos ha concedido todas las cosas que necesitamos para vivir como Dios manda. Así Dios nos ha entregado sus preciosas y magníficas promesas para que ustedes, luego de escapar de la corrupción que hay en el mundo debido a los malos deseos, lleguen a tener parte en la naturaleza divina” (2 Pedro 1:3, 4).
Angel Magnífico