El libro de los Jueces debe su nombre al título que tenían las personas que
gobernaban a Israel luego de la desaparición de Moisés y Josué (entre el 1400
al 1050 a.C.). El pueblo había salido de su esclavitud en Egipto y tenía por
delante la conquista de la tierra prometida que estaba ocupada por pueblos
cananeos. Si bien lograron conquistas rápidas en las zonas montañosas, no tuvieron
el mismo éxito en las zonas más ricas de las llanuras. La conquista parecía
imposible y las promesas de Dios comenzaron a ser cuestionadas, como solemos
hacer nosotros cuando tenemos problemas y éstos no desaparecen. Dios les
habló a través de un ángel: “El ángel del
Señor subió de Guilgal a Boquín y dijo: «Yo los saqué a ustedes de Egipto y los
hice entrar en la tierra que juré dar a sus antepasados. Dije: “Nunca
quebrantaré mi pacto con ustedes; ustedes, por su parte, no harán ningún pacto
con la gente de esta tierra, sino que derribarán sus altares”. ¡Pero me han
desobedecido! ¿Por qué han accionado así? Pues quiero que sepan que no
expulsaré de la presencia de ustedes a esa gente; ellos les harán la vida
imposible y sus dioses les serán una trampa»” (Jueces 2:1-3 NVI).
El pueblo se había apartado de Dios. Mezcló su culto con principios paganos y antepuso su necesidad política a la espiritual. La explicación teológica a la permanencia de los cananeos es simple: Dios los había liberado de la esclavitud e hizo un pacto de amor con ellos que incluía su fidelidad y la promesa de la tierra prometida, pero el pueblo no cumplió su parte. Dios no falló, simplemente no siguió expulsando a sus enemigos de sus tierras porque su propio pueblo rompió relaciones con Él y se unió a la misma gente con la que Dios les había advertido de no hacer pacto alguno; ellos sí cambiaron: no derribaron sus altares (símbolos de adoración), sino que adoraron en ellos. El reproche del Señor (“¿Por qué han accionado así?”) se basa en el incumplimiento del pueblo y no en el suyo, porque siguió amándolos, pero en silencio. Tendrían que asumir las consecuencias de sus decisiones; sus nuevos socios, les harían la vida problemática y sus luchas serían largas y difíciles porque los dioses falsos siempre traen problemas. Cuando el ángel terminó de hablar, los israelitas comenzaron a llorar desesperadamente (v. 4) y llamaron al lugar Bojín o Boquín (según la traducción), que significa “los llorones”. Cuando quebramos la alianza que tenemos con Dios siempre surgen lamentos. Entonces, Él nos puede guiar para superarlos. A veces no obedecemos su autoridad ni a sus autoridades (v. 17: “tampoco escucharon a esos caudillos, sino que se prostituyeron al entregarse a otros dioses y adorarlos.”). Al no haber reciprocidad del ser humano, en ocasiones Dios permite dificultades para que superemos la prueba (v. 22: “Las usaré para poner a prueba a Israel y ver si guarda mi camino y anda por él, como lo hicieron sus antepasados”). Y también para enseñarnos a luchar (3:2: “Lo hizo solamente para que los descendientes de los israelitas, que no habían tenido experiencia en el campo de batalla, aprendieran a combatir”). En aquella época el camino era acudir con fe a los sacrificios expiatorios y volver a consagrarse a Dios. En esta época aceptamos el sacrificio que Cristo hizo para salvarnos: “A diferencia de los otros sumos sacerdotes, él no tiene que ofrecer sacrificios día tras día, primero por sus propios pecados y luego por los del pueblo; porque él ofreció el sacrificio una sola vez y para siempre cuando se ofreció a sí mismo” (Hebreos 7:27). Podemos volver a su camino y ser fieles. Dios nos liberó de nuestros pecados y peleará por nosotros cada batalla y entraremos triunfantes en Cristo a la tierra prometida.
Angel Magnífico