No
solemos pensar en la ira de Dios. Resulta chocante y hasta desagradable
mezclar la ira en un contexto de amor, benignidad, gracia y misericordia de
parte de Dios. Hasta parece contraproducente para aquellos que están en
problemas porque pensamos que esto solo bastaría para que renunciaran a su fe.
Sin embargo, la Biblia habla claramente de la ira de Dios. En Deuteronomio
9:7,8 dice:” Recuerda esto, y nunca olvides cómo provocaste la ira del Señor tu
Dios en el desierto. Desde el día en que saliste de Egipto hasta tu llegada
aquí, has sido rebelde contra el Señor. A tal grado provocaste su enojo en
Horeb, que estuvo a punto de destruirte”. Muchos creyentes sufren por su
concepto equivocado de la ira de Dios a partir de momento de equiparar esa ira,
a la nuestra como humanos. Incluso la miran con cierto desdén, considerándola
una especie de plaga o mancha en el carácter inmaculado de Dios. Y temen hablar
de ella. Esto no soluciona nada. Genera más sufrimiento y dudas que aumentarán
ese malestar. No tenemos señal alguna de que Dios haya tratado de ocultar su
ira en algunas circunstancias especiales: “cuando afile mi espada reluciente y
en el día del juicio la tome en mis manos, me vengaré de mis adversarios; ¡les
daré su merecido a los que me odian!” (Deuteronomio 32:41). Vendrá la ira de
Dios y entonces, también tendrán su fin, todos nuestros sufrimientos.
La ira de Dios es una perfección divina tan importante y válida como las otras virtudes que conocemos de su carácter. Si careciera de ira, implicaría aceptar el pecado. ¿Podría olvidarse Dios de sus consecuencias y dejarlas sin efecto? Hay una notable diferencia entre la ira humana y la de Dios (la suya es perfecta; la nuestra no lo es porque generalmente se produce en un contexto de malestar que solo provoca problemas). La perfección y santidad de Dios no puede permitir que una parte de su carácter sea inferior a otra. Dios se enoja ante el pecado y sus daños irreparables para la humanidad. Fue una rebelión contra su autoridad y un desprecio de su amor y esto, necesita una reparación definitiva. Pero no cae en la venganza odiosa para vindicar su autoridad. Su ira es restauradora y con un objetivo claro expresado en Romanos 1:18: “Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad”. Tarde o temprano, el pecado muestra sus efectos letales; llegará a su final y se instalará su justicia: “Todos gritaban a las montañas y a las peñas: «¡Caigan sobre nosotros y escóndannos de la mirada del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?» (Apocalipsis 6:16-17). Dios ama al pecador, pero odia al pecado (no fue algo trivial ni pasajero; nos conducirá a la muerte, si no aceptamos a Cristo). Ningún pecador escapara de su pecado ni de su castigo. Por tanto, “les voy a enseñar más bien a quién deben temer: teman al que, después de dar muerte, tiene poder para echarlos al infierno… Sí, les aseguro que a él deben temerle”. (Lucas 12:5). Comprender esto, nos llevará a tener gratitud por su justicia perfecta de dar a cada uno, lo que le corresponda. Engendrará un verdadero respeto y reverencia, no miedo (en el sentido de terror) a Dios. No tenemos que temer porque su gran amor supera todo mal. Nos llevará a “esperar del cielo a Jesús, su Hijo a quien resucitó, que nos libra del castigo venidero” (1 Tesalonicenses 1:10).
Angel Magnífico