Dios tiene
atributos: santidad, bondad, justicia, libertad, amor, misericordia y muchos
otros que resaltan su excelencia. Es que Dios es bueno y tanto lo es, que no
hay nadie igual. El mismo Jesús enseñó: “… Ninguno hay bueno, sino sólo Dios” (Lucas 18:19). Es la
verdad más terrorífica de la Biblia porque implica que nosotros no lo somos; no
somos capaces de imitar su carácter. En realidad, somos y hacemos lo contrario,
“todos han pecado y están privados de
la gloria de Dios” (Romanos 3:23). Toda la creación demanda nuestra
condena; si no la hubiera, se subvertiría toda su armonía y se exaltaría la
injusticia. Además, Dios desea que seamos perfectos. Si es justo y perdona al
malo sin condenación, ya no sería justo. ¿Cómo un Dios bueno puede llamar a
hombres malos y seguir siendo justo? Números 14:18 (NVI) aclara: “El Señor es lento para la ira y grande en
amor, perdona la maldad y la rebeldía, pero no tendrá por inocente al culpable,
sino que castiga la maldad de los padres en sus hijos hasta la tercera y cuarta
generación”. Como al mismo tiempo de ser justo, nos ama, se da cuenta
que no podremos ir a Él por mérito propio. Es decir, somos pecadores por
nacimiento (desde Adán y Eva, todos SOMOS pecadores; tenemos un pecado heredado)
y por opción (elegimos pecar; habríamos decidido lo mismo que Adán y Eva; o
sea, todos tenemos pecados
cultivados por elección propia). Nuestra naturaleza nos condena, la de Dios nos
salva.
Cristo
es el puente de unión entre ambas naturalezas: “No solo no conocemos a Dios,
excepto a través de Jesucristo; sino que tampoco nos conocemos a nosotros
mismos, excepto a través de Jesucristo” (Blaise Pascal). Solo Cristo
resuelve la falsa creencia de un Dios enojado y la falsa creencia de un ser
humano perfectible por mérito propio. La cruz muestra la solución a este
problema: un Dios justo, condena al pecado y salva al pecador. Cristo cumplió
la condena que merecíamos cumplir nosotros. Pagó el precio en su totalidad. Dios
es justo, y debe condenar al pecado. Y al mismo tiempo, Dios es amor y debe
salvar al pecador. Su plan es que tomemos esa solución. Recorrer ese puente
que nos lleva a la salvación es nuestro dilema diario. Podremos caer
nuevamente, pero nos levantaremos e iremos progresando porque ya no
practicaremos el pecado, sino que mejoraremos en la búsqueda hacia la santidad.
Además, tenemos un consuelo claro para cuanto fallamos: “… el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el
día de Jesucristo” (Filipenses 1:6). Y también con la explicación para
muchas situaciones que no entendemos: “Hijo
mío, no tomes a la ligera la disciplina del Señor ni te desanimes cuando te
reprenda, porque el Señor disciplina a los que ama y azota a todo el que recibe
como hijo” (Hebreos 12:5, 6). Cuando nos convertimos en cristianos empezamos
un proceso de educación especial que puede necesitar alguna disciplina para
pulir mejor nuestro carácter. No obstante, los malos recibirán el castigo
merecido porque rechazaron a Dios. Sus hechos no quedarán impunes porque Dios
es justo, además de bueno. Todos tendrán las oportunidades necesarias para
arrepentirse y entregarse a Dios. Así como la tuvimos quienes los conocemos, la
tendrán todos los seres humanos porque Dios nunca se impone por la fuerza, lo
aceptamos con total libertad y amor.
Angel Magnífico