Samuel
fue el encargado de decirle a Saúl, primer rey de Israel, que “el Señor ya está
buscando un hombre más de su agrado y lo ha designado gobernante de su pueblo,
pues tú no has cumplido su mandato” (1 Samuel 13:13). Ese hombre fue David que
sería un gran rey de Israel, amado y respetado por todos; siempre en la memoria
y en los sucesos claves de su historia. Dice el texto: “era buen mozo, trigueño
y de buena presencia” (1 Samuel 16:12). Fue el menor de ocho hermanos; pastor
del ganado de su padre, con una valentía a toda prueba si se trataba de
defenderlo de leones y osos (1 Samuel 17:34-36). Cuando Samuel lo unge como
rey, “el Espíritu del Señor vino con poder sobre David, y desde ese día estuvo
con él” (1 Samuel 16:13), dando a entender la presencia permanente de
Dios en él y no meramente ocasional. Oculta su ungimiento hasta que Dios lo
indicó y entra al servicio de Saúl porque “sabe tocar el arpa. Es valiente,
hábil guerrero, sabe expresarse y es de buena presencia. Además, el Señor está
con él” (1 Samuel 16:18). Sin embargo, no lo animaba la confianza en sí mismo,
sino en Dios; lo aclara al decidir enfrentarse con el gigante filisteo Goliat
que había desafiado a su pueblo: “El Señor, que me libró de las garras del león
y del oso, también me librará del poder de ese filisteo”. Cuando se ve incapaz
de alistarse con una armadura de soldado, a la que no estaba acostumbrado,
prefiere enfrentarlo con un bastón, una honda y cinco piedras; no solo gana la
batalla, sino que confiesa delante de ambos ejércitos, su causa: “Tú vienes
contra mí con espada, lanza y jabalina, pero yo vengo a ti en el nombre del
Señor Todopoderoso, el Dios de los ejércitos de Israel, a quien has desafiado”
(1 Samuel 17:37-45).
¿Cuál fue la clave de David
para entender sus éxitos?
En su historia, se repite como un estribillo permanente: “David tuvo éxito en todas sus expediciones,
porque el Señor estaba con él” (1 Samuel 18:12,
14, 28; 16:18; 17:37; 20:13; 2 Samuel 5:10). Consideraba a Dios el centro de su
vida y el principio de la sabiduría. Al ser sensible a la influencia del
Espíritu Santo, recibió la preparación que necesitaba para cada momento. No
tuvo una vida exenta de complicaciones; soportó y cayó bajo tentaciones,
pruebas, sufrimientos propios de cualquier creyente, sobrecargado por las
responsabilidades de rey en una monarquía teocrática (reinó cerca del 1011 al
971 a.C.). Sufrió el menosprecio de sus hermanos y de los filisteos; perdonó a
Saúl, que lo envidió y persiguió, como a
un enemigo sin serlo; fue fugitivo entre su propio pueblo; a cada caída
personal, le siguió un profundo arrepentimiento, testimoniado en salmos que
todavía hoy, nos motivan a buscar a Dios para obtener su perdón; cada batalla
ganada, fue atribuida al poder de Dios; cada derrota, fue asumida sin reparos
ni quejas; buscó la dirección de Dios para tomar Jerusalén, para traer el arca
a ella; para enfrentar la guerra civil y a cada pueblo enemigo; para reconocer
su pecado por desear a Betsabé; para recibir la restauración ante la rebelión
de su propio hijo Absalón; para resistir el hambre y la pestilencia sobre su
pueblo; incluso para preparar la construcción del templo para Dios, aunque
sabía que no la concretaría. Pero, Dios dijo de él: “He encontrado en David,
hijo de Isaí, un hombre conforme a mi corazón; él realizará todo lo que yo
quiero” (Hechos 13:22). El propósito de su corazón fue servir a Dios. También
puede ser el nuestro; Dios nos espera cada día para conducirnos a las
mejores decisiones.