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Salir de
Egipto fue uno de los hitos históricos más importantes del pueblo de Israel.
Dios levantó un líder poderoso como Moisés que aceptó plenamente la voluntad de
Dios y su misión. Sin embargo, no fue tan sencillo olvidarse de Egipto y dejar
de lado sus costumbres, cultura y religión. Salir fue fácil bajo la
dirección de Dios, pero olvidar su antigua vida fue difícil. Ante una de
las primeras dificultades que encontraron en su peregrinaje por el desierto
hacia Canaán, la escasez de agua, le reclamaron a Moisés y a Dios: “¿No somos
acaso la asamblea del Señor? ¿Para qué nos trajiste a este desierto, a morir
con nuestro ganado? ¿Para qué nos sacaste de Egipto y nos metiste en este
horrible lugar? Aquí no hay semillas, ni higueras, ni viñas, ni granados, ¡y ni
siquiera hay agua!” (Números 20:4, 5 NVI). Olvidaron los sufrimientos y las
lamentaciones de las generaciones precedentes y el por qué habían llegado a esa
esclavitud. Invirtieron la carga de la prueba y culpaban a Dios de su propio
abandono espiritual. Se sucedían los reclamos y la opción egipcia llegó a
parecerles mejor que la promesa de Dios. La tristeza y claridad del texto
bíblico es elocuente: “Abandonaron al Señor, Dios de sus padres, que los había
sacado de Egipto, y siguieron a otros dioses, dioses de los pueblos que los
rodeaban, y los adoraron, provocando así la ira del Señor” (Jueces 2:12). ¿Cómo
se llega a semejante situación? Por un lado, el texto dice que “abandonaron al
Señor”. La inmediatez de la provisión egipcia, aún bajo el terrible yugo de la
esclavitud, les hizo olvidar la excelencia de la provisión y promesas futuras
de Dios. Desvirtuaron la realidad al punto de preferir el maltrato egipcio,
porque les aseguraba la miserable comida que recibían, y se olvidaron de que
por delante tenían una tierra de abundancia material y espiritual. Por otro
lado, no solo se apartaron de Dios, además fueron ingratos con él; sin su poderosa
acción, jamás se hubieran liberado de Egipto. Dios esperaba su lealtad, pero la
abandonaron para seguir a dioses paganos que tenían falsas promesas, más
atractivas a los sentidos, pero engañosas en su fin. Si bien las promesas
convencen, las mentiras seducen, entonces, cambiaron la adoración verdadera por
una adoración falsa. En este punto, la apostasía parece no tener límites y el
sufrimiento que esto genera, tampoco, porque acarrea todo tipo de males sobre
quienes la practican; es el resultado natural de apartarse de la fuente de
vida.
Dios les
había dicho: “…Yo
he estado pendiente de ustedes. He visto cómo los han maltratado en Egipto. Por
eso me propongo sacarlos de su opresión en Egipto y llevarlos al país de los
cananeos, hititas, amorreos, ferezeos, heveos y jebuseos. ¡Es una tierra donde
abundan la leche y la miel!” (Éxodo
3:16, 17 NVI). Dios les había prometido estar a su lado, como lo está con
nosotros diariamente. El carácter de Dios no lo deja impasible frente al
sufrimiento, ni al provocado por los egipcios ni al provocado por cualquier
otra situación que podamos vivir. Su promesa se basa en el rescate de la
opresión y el sufrimiento; sacarnos de la esclavitud que provoca el pecado, ha
sido el rescate más caro del universo porque costó la vida de Jesús. Y lo
hizo para sacarnos de la humillación cotidiana que provoca esa esclavitud.
Sería una locura protestar por su plan de restauración. Nos promete una tierra
nueva donde “abundan la leche y la miel”. Pero este plan de salvación consiste
en un mejoramiento progresivo de nuestro carácter y estilo de vida. Dios está
“pendiente” de cada uno de nosotros y de nuestro actual estado, pero tiene la
mira puesta en hacernos cada día más semejantes a la persona de Jesús. No
estamos solos, está “pendiente” de nosotros.
Angel Magnífico

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