No
importa el tipo de sufrimiento que nos toque sobrellevar. La promesa de Dios es
venir siempre en nuestra ayuda. No es por nuestra situación, sino por su
condición: nosotros somos pecadores y no merecemos sus bendiciones; pero Dios
es amor y siempre está perdonándonos y rescatándonos, aún de nosotros mismos.
Intentó hacerlo con el antiguo Israel, a pesar de sus constantes idas y vueltas
en su relación con él: “Sin embargo, por el amor y la honra de mi nombre, contendré mi enojo y
no te aniquilaré. Te he refinado, pero no como se refina la plata; más bien te
he refinado en el horno del sufrimiento. Te rescataré por amor de mí; sí, por
amor de mí mismo. No permitiré que se manche mi reputación, ni compartiré
mi gloria con los ídolos” (Isaías 48:9-11 NTV).
Dios se había revelado en numerosas ocasiones por Isaías. Les había advertido acerca de sus rebeliones y pecados recurrentes. Pero estaba dispuesto a diferir su ira, a contenerla para no destruirlos como hubieran merecido. Su amor y su honra en cumplir sus promesas siempre fueron más valiosos que los pecados y las traiciones humanas. Por esto, a pesar del orgullo y terquedad del pueblo, los seguía amando, como nosotros hacemos con nuestros hijos, aun cuando se equivocan. No obstante, tenía que actuar para sacarlos de sus prácticas equivocadas; necesitaban un proceso de purificación y refinamiento. En la antigüedad, los metales valiosos como la plata eran purificados en un crisol (fundidor) para separar el verdadero metal de la escoria que podrían llegar a contener. Dios debía actuar ante la infidelidad de los suyos, pero el calor de un horno semejante los hubiera consumido. Prefirió enviarlos al “horno del sufrimiento”, es decir, a un proceso de “aflicción” como traducen otras versiones. Permitió que asumieran las consecuencias de sus malas decisiones que provocaron muchos sufrimientos. Sin embargo, no los dejó solos; siguió amándolos y cuidándolos por amor. Lo notable fue que su motivo básico era su propio amor a ellos, y no el de ellos hacia él. Las acciones y actitudes del pueblo solo mostraban un interés en sí mismos; llegaron a creerse especiales por mérito propio. La naturaleza perfecta de Dios nos muestra un amor verdadero e incondicional hacía ellos y que se no volvería atrás en su decisión de santificarlos. Actuó por amor a sí mismo y para demostrar quién era. Tampoco se sometería a que los pueblos vecinos creyeran que Dios despreciaba a su propio pueblo o que éste, osara atribuirse éxito alguno en sus conquistas o al poder de nuevos ídolos. Debía dejar en claro quién era la fuente de todo bien y qué era lo que estaba mal. Entonces planificó su rescate. Y otra vez, sale a su encuentro con el amor que lo caracterizaba. Los salvó a pesar de sí mismos porque él sí es siempre fiel.
Lo
mismo puede ocurrir con cada uno de nosotros. Nuestro historial de rebeldías es
parecido. Ninguno califica. Todos pecamos; hemos sido desleales y desobedientes
como aquel pueblo. Nos volvemos a consagrar y otra vez caemos. Dios nos habla y
no lo escuchamos. Mientras estamos en ese “horno de sufrimiento” o de
“aflicción”, Dios sigue con nosotros. Es su carácter quien nos debe mantener
esperanzados de salir en mejor condición que la que teníamos antes, no nuestros
méritos o situación de vida. Dios lo hará todo a su manera, en el momento más
apropiado, exactamente como lo necesitamos; actuará y nos sorprenderá. La
razón de su misericordia es su amor que nunca se acaba. No permitirá
nuestra destrucción, sino que obrará para nuestra edificación.
Angel Magnífico

Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por participar. Recuerde: ayudando, nos ayudamos.